El silencio es una bailarina, de Geraldine Gutiérrez-Wienken, se reafirma en el uso enfático de los signos de puntuación: el paso sintáctico o desarticulado de los versos acentúan la potencia evocadora de sus poemas, que nos remiten a sutiles referentes nombrados con vigor y enigma. La experiencia también tiene su lugar en este libro, pero no con sus componentes superficiales, sino como metáfora de situaciones subterráneas (perceptivas, intelectuales y psíquicas) que parecen habitar el reino de la imagen. Lo más trascendente se desarrolla con las licencias que otorga la noche, la noche que agranda los misterios poco probables durante el día. La poeta, gracias a su contacto de dos lenguas (casi como decir dos mundos), ha logrado una propuesta expresiva basada en la extrañeza, en la perplejidad rizomática de lo que se nombra por primera vez. Lo que tenemos frente a nosotros es una presencia provocadora, en apariencia inconexa, capaz de extraer otras asociaciones de apreciable riqueza.