Una tarde, hace un año atrás, Zel Cabrera leyó Una jacaranda en el medio del patio, en una sala del Jardín Botánico de Culiacán. Entonces era una poemario inédito, un puñado de poemas hermosos tipeados en varias hojas de papel. Recuerdo que Zel empezó a leer bajito y su voz fue elevándose a medida que pasaban los versos. Una hebra vegetal y amarilla, más fina que un cabello, la voz de Zel, la poesía de Zel, empezó a crecer, a trepar por las paredes del auditorio, como una enredadera que se hace desde abajo yendo hacia la luz. Debajo de la jacaranda plantada por la abuela en un patio de provincia, una constelación de mujeres crece, vive, muere, sobrevive a veces como quiere y a veces como puede. La madre ejemplar, la puta, la preñada, la que se casa por dinero, la que se queda viuda o solterona para siempre, la que se hace policía. Todas miran el cielo recortado entre las ramas de la jacaranda. Zel Cabrera también. Pero también las mira a ellas y las escribe con pulso firme y amoroso. Hay además de belleza -o tal vez allí habita la belleza de estos poemas- una comprensión honesta y amorosa por la otra, aun por aquella con la que se no comparte nada.