Hay algo denso en la poesía de Mariela Dreyfus. Algo que no se desintegra con el hueso. No viene de Vallejo aunque lo circunda de cerca, esos heraldos negros que invitan a cantar. Es una música oscura. Y es que aquí hay deseos que sucumben a los estratos del dolor y de la muerte ejerciendo su dominio hasta que el cuerpo ya no da más. El cuerpo es el predestinado al placer, que se afirma porque sí, por narciso, por amor, o por la sola aventura de juguetear frente a un espejo. Pero también aquel que se le enseña al hijo que aprende a nombrar por los colores cada órgano. Y el órgano de Mariela Dreyfus es la voz, la música en sí del poema que se aferra a lo indomesticable, a lo indomeñable.