Nora Strejilevich se propone aquí reivindicar el lugar del testigo no solo como prueba viviente del horror ¿de allí su validez en los juicios por crímenes de lesa humanidad y voz imprescindible para la búsqueda de justicia?, sino porque es el único que puede dar cuenta al detalle de la figura saturnina de quien devora a sus hijos, figura que se renueva para seguir devorando. El testigo habla en nombre de los que no sobrevivieron, y su relato es matricial, señala la autora, porque es el más cercano al corazón de la experiencia y al legado del horror. Sus testimonios son, entonces, voces «indispensables para identificar los mecanismos en los que seguimos atrapados e involucrados». Porque la naturalización de la exclusión, aceptada como supuesta garantía de la propia sobrevivencia, hace posible que los dispositivos del terror permanezcan bajo otras formas. La autora reflexiona y discute la idea de que el testimonio carecería de legitimidad literaria o artística porque no tiene distancia con los hechos narrados, lo que dificultaría la reflexión, o bien que su objetivo no es lo estético, sino la denuncia. Repasa también algunos momentos claves de la historia del siglo XX en el Cono Sur, evocando cómo la violencia exterminadora se instaló en cada país y de qué manera la cultura y el lenguaje lo hicieron posible. Así también convoca diversos testimonios, que enlaza con el relato de su propia experiencia como detenida desaparecida. En todos los capítulos de esta obra "resuena el mismo imperativo: hay tiempos en los que a la vida le urge contarse, donde experiencia y relato se necesitan más que nunca, donde se hacen eco. El nuestro es uno de ellos".