Cuando en el año 2013, la Universidad de Harvard puso a disposición del público los papeles privados de Emily Dickinson, encontré un repertorio de 9000 palabras, ordenadas alfabéticamente que registraba de modo exhaustivo las recurrencias verbales de la autora. No pude sustraerme a la tentación. Disponía increíblemente de sus palabras organizadas con la meticulosidad del Diccionario Webster, de cierta intimidad por haberla traducido, y también, por cierto, de una admiración de larga data. Elegí, sin pensarlo, las palabras que más resonaban conmigo y a partir de allí, escribí Archivo Dickinson, con todo lo que tiene de homenaje y desmesura.