Nunca pude ser fiel. No tengo vocación de perro. Y aquí se acaban las metáforas con animales. Desde que descubrí el placer fuera de las cursis paredes del cuarto de baño, no he dejado de violar los pactos de amor más sagrados. Al principio, pensé que tenía que ver con mi falta de carácter o mi escasa habilidad para imponer mis deseos frente al Otro, para vivir con cierta coherencia. ¿Cómo disfrutar de buen sexo delictivo sin sacrificar los domingos de película y desayuno en la cama? ¿Cómo reservarme la emoción de los encuentros clandestinos sin dejar de dormir abrazada a un cuerpo amado y protector? ¿Cómo vivir sin una carta bajo la manga? Una maldita y viejísima voz me ha susurrado durante años: “No puedes tenerlo todo. Tienes que elegir”, pero yo nunca he podido elegir. Lo quise todo.