En un soleado departamento de la Ciudad de México, habitan tres ancianas: la bobe Anna, la tutta Lena y Modesta, todas ellas sobrevivientes de lo imposible.
De pronto, un día, alguien llega a comer. Tatiana ha hecho un pacto bajo las jacarandas con su abuela. Una historia está esperando. El viejo samovar oxidado, perdido en el tiempo, se enciende. La estufa crepita. El aire entra con un vendaval de naufragios y polvaredas, chales bordados, tardes, furias, siestas, y criminales de amores duplicados en el tiempo que resucitan. El samovar funciona como aquella magdalena en la que los recuerdos, los amores, el aprendizaje de saber de dónde viene una, se van entretejiendo con estas maravillosas voces que pintan los lienzos en los que Tatiana se irá reconstruyendo.
¿Es posible describir qué se siente recobrar un idioma que se creyó perdido? Y con ese idioma, un mundo; con ese mundo, el propio mundo.