Sara Ahmed nos dice que un archivo es el efecto de múltiples formas de contacto: las bibliotecas, las librerías, el internet, lxs amigxs, lxs profesores, las parejas, un masajista, la dentista… Este proyecto de lectura inició durante los primeros meses de la pandemia, justo cuando se interrumpieron los enlaces institucionales así como las formas cotidianas de relacionarnos. Con esta interrupción, de pronto, mis hábitos de lectura y la forma en que habitaba mi propia biblioteca personal comenzaron a agobiarme. Ya no había aquel café en las mañanas donde platicábamos de la novedad editorial. Tampoco había conferencias académicas cuyo propósito principal siempre será la diseminación de chismes que te llevaran a comprar x libro, ya sea por la morbosidad provocada o por una necesidad ridícula de pertenencia. En fin, si mi lectura antes era un ejercicio en solitario que siempre devenía en alguna forma de colectividad, durante la pandemia, pasó a ser una actividad individual que dejó de habitar el espacio público para limitarse al cómodo sillón de mi sótano-oficina. (antes, por ejemplo, leía en cafés o bares).
En cuanto a mi biblioteca personal, antes era un sitio abierto y en constante construcción. Pero pronto se convirtió en un lugar cerrado, anquilosado, frio. Entonces, quise habitar la biblioteca de la escuela y ésta, en lugar de ofrecer un lugar de refugio, confirmó mi terrible sospecha: mi zona de contacto se había reducido no solo por la pandemia sino por mi nueva ubicación geográfica en algún lugar rural del Midwest que hace mucho dejó de tener presupuesto para comprar libros. Mucho menos, libros de otras geografías que atentan contra el estado monolingüe de un nación tan fría y paralizada como la sensación que provocaban mis estáticos libreros.
En el buscador de la biblioteca, tecleé frustrada: “Lola Vidrio”, una autora que me habían recomendado y no había podido encontrar. Apareció disponible el título Don Nadie y otros cuentos (1952). Ubicación: “Sótano. Caja 12”. El hipervínculo me dejó saltar de caja en caja y pronto tenía una colección de títulos de escritoras mexicanas que para mí eran totalmente desconocidas: Carmen Toscano, Adriana García Roel, Lilia Rosa, Indiana E. Nájera… Ya he mencionado antes que existe la idea de que las escritoras mexicanas escribían en soledad sin muchas redes apoyo o grupos intelectuales. Quizá, entonces, mi zona de contacto podía ser esa: un archivo como el efecto de nuestra soledad compartida, un contacto limitado pero impregnado de afectos.
Julietta Singh dice que el archivo es una ficción habilitadora: es lo que dices que estás haciendo mucho antes de comprender lo que está en juego al recopilarlo e interpretarlo. También dice que un archivo es aquello que nos atrapa en nuestro propio devenir. Cuando comencé a escribir sobre lo que llamo los restos de los restos de un canon en construcción, me atraía la idea de escribir notas que no fueran nada más que notas; es decir, comentarios escritos de una serie de lecturas cuyo vaso comunicante serían las cajas apiladas en la biblioteca de la universidad y, por supuesto, el hecho de que todas eran escritoras. Pero nombrar un archivo puede ser una cuestión peligrosa—dice Ahmed. Puede sugerir que los textos se entretejen orgánicamente para formar un todo y ese todo no es otra cosa que la marca irrefutable de quién lo nombra. Y también puede ser peligroso porque al nombrar un archivo se corre el riesgo de guardarlo, otra vez, en una caja que lo proteja del tiempo.
Para evitar la caja, Arjun Appadurai sugiere que el archivo no es el resultado de una recolección de documentos sino el de una aspiración. Entiendo esto como una invitación a pensar el archivo como el deseo intenso de conseguir una cosa que nos parece importante, es decir, el archivo es siempre un lugar donde circulan afectos. La idea del archivo como aquello que nos hace sentir que este mundo no es suficiente, sin duda, ha marcado el trabajo de recuperación de la producción literaria de escritoras mexicanas. Lo que hay detrás de proyectos como Vindictas o el mapa de escritoras es el deseo de finalmente vencer al olvido y preservar la memoria tanto de las autoras como de sus textos. También buscan generar diálogos, ruido, ideas y emociones para subrayar la importancia en el presente de la huella literaria de las escritoras pasadas y futuras.
¿Qué deseo yo con este archivo? No lo sé. Pero la lectura de los diez libros hasta ahora comentados pone en evidencia la necesidad de modificar mis hábitos de lectura y mi relación con los archivos, las listas, el canon. Nada nuevo, lo sé. Pero hay algo diferente: el deseo de mostrar que nunca hemos estado solas. La idea de que la escritora mexicana ha escrito en aislamiento; o que su ingreso a la ciudad letrada se ha dado de forma gradual porque hacen pocas colaboraciones, no escriben suficiente o tienen una difusión limitada es quizá el mito más arraigado en nuestra historia literaria. Me parece que este mito es el efecto de la repetición que solo aparece como forma determinante— estática—debido al encubrimiento del trabajo de esta repetición. Quiero decir, las estructuras heteropatriarcales se han dado a la tarea de repetir la imagen de la escritora aislada justamente para mantenerla al margen. Pensar el archivo como el efecto de múltiples zonas de contacto es desear la ruptura de ese patrón porque nos obliga justamente a rastrear los encuentros.
Un archivo es aquello que haces mucho antes de entender qué estás haciendo. Yo estaba buscando sentirme menos sola y en el encuentro con estas escritoras descubrí que nunca lo hemos estado. Por ello, los restos de los restos es un archivo que busca entretejer los contactos afectivos y materiales entre las escritoras desde 1920 hasta finales de la década de los setenta para desenterrar la repetición ya no de sus ausencias sino de sus vínculos, de sus formas de vivir la escritura, de hacer política, de sus intimidades. Después de todo, el canon es solo el efecto de la repetición de una lista que aparece como indiscutible debido al encubrimiento de dicha repetición. Mientras que un archivo entendido como el efecto de una zona de contacto colectivo nos invita a sentir las cosas de otra manera. Y los datos más elementales de la historia literaria, de pronto, tienen otro sentido.