Quedarán en nuestra memoria, cuerpo y palabra varias imágenes: una mano pequeña sujetándose al dedo índice; una manada-familia compuesta por yegua, potrillo, dos monos, dos niñas y Catalina-Antonio; una espalda-mapa llenándose de colores y alas; un árbol como último cuerpo abriéndose a toda existencia. Nos seguirá entre oído y boca una canción, una tonadilla que lo mismo es latín que guaraní, que español atravesado por el propio rumor del malentendido geopolítico o el ruido designificador de lo que excede nuestro marco de comprensión. Si con Las aventuras de la china Iron, Gabriela Cabezón Cámara nos había dejado soñando con otras versiones de la nación, de los afectos, de los relatos fundantes y de los posicionamientos entre los demás seres vivos, en esta ocasión digo con mucha felicidad, ninguna expectativa queda frustrada.
No quiero poner el acento en los intertextos (que ameritan estudio amplio y mucho detenido), sino en un decantamiento en la posición subjetiva que ha ido indagando esta poética transborde, translengua. El centro de este mundo ficcional, que está siempre moviéndose, pareciera ser el deseo. No de alguien, ni de algo. No de consumo y no de falta en la existencia. Todo lo contrario: un deseo como fuerza vital inquebrantable que vuelve a ratificar su potencia sin cuerpos descartables, sin sesgos, sin filiación sanguínea, sin arquetipos que encarcelen mortuoriamente las diferencias. Esta fuerza desafía más bien a pensar-sentir cómo ser parte de lo que nos rodea asimilándonos al entorno sin idealización ni resistencia. Despojados de las falsas fronteras entre géneros, tiempos, lugares, lenguas, pero sin negar las condiciones asimétricas entre comunidades humanas e inhumanas, lo deseante insiste sin agotamiento ni desazón, sin porfía de sostener su razón como única, pues esta se reinventa permanentemente.
Desde la carta que Catalina-Antonio escribe a su tía (o al pasado, o a quienes leemos), vemos la serena, tensa y atenta escucha que ella/él prestó y prestará desde entonces a las pulsiones de su cuerpo. Si las piernas corren a la selva, si las formas transitan del vestido a los pantalones, si los pasos se alejan del convento hacia la naturaleza, esa escucha marca la fuerza de la mutación como lógica, dice la novela “y yo aún era yo misma mientras yo mismo se hacía, salía de mí puntada a puntada: hice de la enagua camisa, del hábito calza y chaqueta”, (63). Imposible no asociar rápidamente con el pensamiento de Emanuele Coccia cuando oye al cuerpo mutante de la larva, del insecto, de la vida que insiste y muta de forma en forma para seguir existiendo.
¿Cómo se adoptan las especies si una no usa a las otras? ¿Cómo se transita de categorías que se nos desgastan cada vez más entre los apartados que solo detienen el flujo de lo vivo? ¿Cómo acompañarnos entre existentes, cómo acompañarnos sin hacer del otro la metáfora que nos deje intactos en el centro de la lógica propia? Creo que o adoptado/adoptador se acogen mutuamente, se afectan hasta mutar sus posicionamientos o la diferencia seguirá acentuando las distancias hasta que vida/muerte dejen de completar nuestra condición de existencia y acabemos por deshacer nuestro entorno común. Si aprendemos, más bien, iremos como Catalina-Antonio, quien “en vez de ir hacia la muerte estaba nadando junto a los dorados que pegaban saltos, cometas fugaces, y a los surubíes tigres que le hacían de escolta” (80) entre los otros todos vivos.
Los cuerpos no son bordes ni fronteras ni determinaciones. Parecen ser algo circunstancialmente habitado, una espacialidad donde la vida buscará su mejor forma. Quizás, recuperando la maravilla de que en nuestro idioma “ser” y “estar” no sean el mismo verbo, podríamos festejar la palabra de Cabezón Cámara como esa verbalidad que hace habitables las corporalidades en sus contactos, en sus intercambios y en sus erotismos. Ante la duda de acordarnos ser solo una esencia, dice Catalina -Antonio al hablar de la memoria “¿cómo saberlo cuando se es solo como solo he sido y soy no obstante mis animales que son conmigo, somos juntos nosotros, y recuerdan, también, por supuesto, pero con su memoria muda de bestias?” (95)
A todo esto, ¿qué adjetivo podría sujetar el flujo acuoso de esta poética? Porque decir algo sobre un lenguaje “queer”, reconocer procedimientos poéticos que insinúan sin concluir la historia, que la dicen más bien con imágenes y silencios parecía minimizar el mayor aporte de esta escritura. No afecta, aunque impresiona, lo que hace la autora con los referentes (la monja Alférez, la cosmovisión guaraní) sino lo que más nos inpresiona es lo que deja hacer a estos en el transcurso de su escritura. Estructuralmente, esa apertura a ser afectado se refleja en el doble diálogo, por un lado, con la tía que es con el tiempo, con la niña que fue y con la tierra que dejó), por otro, con las niñas que lo interrumpen, preguntando en guaraní (que versa sobre referentes no comunes, sobre definiciones y razones de las cosas en el espacio común que habitan). Además de giros, imágenes que no son retóricos, son formas verbalizadas de un pensamiento que desborda dicotomías y monotonías de ritmo único: “se me había despertado el animal hermoso del cuerpo que quería andar suelto” (142).
¿Qué se cifra o que exhibe el común deseo de mutación de especie? En la escritura de Cabezón Cámara, esa pregunta ni duele ni daña, ni desprecia ni somete. Arde ella misma en un cuerpo que es hombremujerángelárbol y una tierra encenizada y un colibrí libando vida.