La sal
Parir a Antonio me llevó dos días. Recién la tercera vez que fui a la guardia me dejaron internada. Tardé quince horas más en dar a luz. Fue un parto de película, con alaridos desgarradores y cataratas de sudor. Cuando me pusieron a mi hijo sobre el pecho, él se retorció hacia atrás como un resorte, con los ojos todavía sellados, el cuerpo entero bañado en sangre y fluidos, y empezó a berrear. La división de cuerpos fue aterradora para ambos.
Mi segundo parto, en cambio, fue cuestión de minutos. Cuando rompí bolsa, estaba en el supermercado con mamá. Ella me llevó al sanatorio. La partera que me hizo tacto tenía las manos rojas y frías, dedos anchos de carnicera que se movían con destreza en mis cavidades oscuras, haciendo fuerza.
—Ya nace—me dijo—. ¿Cómo te sentís?
—Nerviosa le respondí—.
Los gritos saturados de otra parturienta se la llevaron a la sala contigua y no volvió más. Lucas estaba en camino. El anestesista también. Ninguno llegó a tiempo. Mamá se quedó conmigo, hasta que apareció otra partera con el obstetra de turno. Era un hombre grande, de pocas palabras, correctísimo como una suma matemática. Me pasaron a una camilla con ruedas y me trasladaron a una sala de parto, todo acero inoxidable y tubos de luz. Las puntadas eran cada vez más seguidas y dolorosas. Estaba en el umbral de mi cordura. Fue un parto sin peridural. Quería que alguien hiciese el trabajo por mí. Que la vida naciese en
otro lado. Nadie debería nacer de una madre.