Estoy en ese espacio liminal que implica no terminar de irme de Costa Rica y empezar a ajustarme a la vida en los Estados Unidos. En esa transición y tal vez justamente por esa transición, mi desconocimiento de lo que hacen y publican las escritoras migrantes centroamericanas se ha hecho patente. A ver, gracias al trabajo de Ana Patricia Rodríguez, entre otros, sí sabía de su existencia; pero ni de cerca había captado el crecimiento exponencial, riqueza y complejidad de esta literatura que pone en jaque la dinámica de “afuera” y “adentro”.
La ventanita la abrió el panel que organizaron Tania Pleitez y Miroslava Rosales, ambas escritoras centroamericanas, residentes en Europa y académicas, en el marco del último congreso de la Asociación de Estudios Latinoamericanos (LASA), celebrado a fines de mayo. En ese panel, participaron los escritores Rodrigo Balam, Dennis Ávila, Alexandra Lytton y Janel Pineda. Fue un panel excepcional por la agudeza de las preguntas planteadas por Pleitez y Rosales, así como por las respuestas cándidas y potentes de los cuatro participantes. Ya conocía el trabajo de los dos primeros, no así el de las últimas dos.
Lytton y Pineda son poetas migrantes centroamericanas, cada una a su manera, eso sí. Lytton salió de El Salvador muy pequeña, creció en Estados Unidos y después de un largo período retornó a El Salvador. Actualmente se desempeña como presidenta de la junta directiva del Museo de Arte de El Salvador (MARTE) y es cofundadora de Kalina. Esta casa editorial ha publicado ya dos antologías que reúnen textos literarios centroamericanos escritos originalmente en español y en inglés. Pineda, nació y creció en los Estados Unidos, hija de padres salvadoreños. Es cofundadora de La Piscucha, revista literaria de la comunidad salvadoreña, como reza su descripción se trata de “una revista mulitingüe de literatura, artes y cultura creada por salvadoreños dentro y fuera de las fronteras nacionales”. Estas pequeñísimas biografías demuestran el ejercicio tajante por desafiar la invisibilidad y pasar a la acción.
La zanja entre mi ignorancia y el excelente descubrimiento de su trabajo literario y de su emprendurismo editorial motivó lo que escribo a continuación. Para empezar, si ya el campo literario centroamericano resulta altamente fragmentario (aunque hay excelentes iniciativas para promover mayor conocimiento interregional como Centroamérica cuenta), la dificultad para visibilizar, en Centroamérica, la producción cultural centroamericana generada fuera de la región es obviamente todavía mayor.
Me releo y creo que en el párrafo anterior estoy planteando una respuesta aceptable, pero insuficiente para explicar mi desconocimiento. En un mundo donde la pandemia ha acentuado la virtualidad, no se puede alegar dificultad para escuchar desde Centroamérica a quienes están fuera.
Dicho eso, aclaro que la migración hacia los Estados Unidos y el impacto de las remesas son temas que definitivamente sí se estudian y analizan con fruición en Centroamérica, ¡cómo no si la conexión con nuestras sociedades es directa e inmediata! Asimismo, la migración como herida recreada y reabierta en textos literarios también resuena, aunque en mucho menores decibeles que la discusión socioeconómica. Por otra parte, claro que desde la región centroamericana se maneja a grandes rasgos lo que significa latinX. El detalle es que no se está pensando en posibles vasos comunicantes entre la producción centroamericana escrita en Estados Unidos y los campos literarios nacionales, o incluso en la región como un todo.
Ahora bien, desde hace ya por lo menos un par de décadas, se insiste en la necesidad de ampliar el canon nacional, de romper las fronteras porque las prácticas culturales se salen de esas casillas prediseñadas nacionales. Sin embargo, quienes buscan esos puentes entre las producciones culturales generadas dentro y fuera de la región son mayoritariamente migrantes también. Es el caso de Pleitez y Rosales, para no ir muy lejos. Confieso que, pensando específicamente en Costa Rica y la literatura costarricense escrita fuera del país, si no fuera porque conocí a Ignacio Carvajal hace ya casi una década, mientras los dos estudiamos en UT Austin, sinceramente no tendría idea de su poesía y menos todavía de su agudo trabajo sobre literaturas indígenas y enseñanza del quiché.
¿Será la migración condición sine qua non para que se encienda la chispa de la curiosidad con respecto a esas textualidades? ¿Explica eso mi epojé? ¿Dónde está el meollo del asunto? ¿Será que desde Centroamérica preferimos pensar en quienes parten y su progenie solo si nos presentan ofrendas, símbolos de arrepentimiento y contrición por habernos abandonado? ¿Qué tendría que regalarnos una escritora centroamericana que nació y creció fuera de la región, escribe desde ese otro lugar y lo hace en inglés para vencer la indiferencia en el país de origen?
Tal vez simplemente seguimos más anclados en las fronteras nacionales de lo que quisiéramos admitir. El hecho de que estén allá, lejos, tal vez nos lleva a pensar que su reto -no el nuestro, es cómo se insertan en esa compleja definición de latinX en los Estados Unidos. Dicho de otra manera, justamente por estar allá, asumimos desde la región que nada tienen que ver con nuestro “nosotros”. Que se entiendan y naveguen ellos el mar picado de las identidades con guión de los Estados Unidos. Que sean ellos los que reflexionen –tal cual lo ha hecho el novelista y académico guatemalteco radicado en Estados Unidos Arturo Arias- sobre qué significa ser centroamericano-americano y cómo lidiar con los lugares fáciles y comunes de la nostalgia a la hora de construir identidades.
Esa actitud de avestruz ante los desafíos de una centroamericanidad articulada desde “afuera”, sumada a la resistencia percibida desde Centroamérica para cuestionar la construcción del Nosotros, me deja un fuerte sinsabor asociado con el carácter transaccional de la dinámica identitaria. Retomo el punto de la ofrenda de quien viene de “afuera” para captar la atención de quienes estamos “adentro” y no puedo dejar de preguntarme cómo nos salimos de la lógica de ganar o perder para redefinir lo que significa comunidad sin caer en nacionalismos vacíos.
Al hacer una pausa, me doy cuenta de que, como me suele pasar, estoy ruminando ideas de manera innecesaria, pues una salida para la pregunta anterior está justo en frente de mis ojos. Ya Pleitez y Rosales marcaron el camino al organizar ese panel en LASA y abrir la discusión. Me queda, pues, una tarea estimulante y que desaparece distancias de manera instantánea: ¡a leer y poner en diálogo los textos de Alexandra Lytton, Janel Pineda, Balam Rodrigo y Dennis Ávila! Todo mezclado.