Cuando inicié mi proyecto de lectura, me llamaba la atención la posibilidad de leer novelas escritas por mujeres mexicanas como una tarea no productiva. Mi intención era acercarme a textos no desde mi posición de crítica literaria—tarea que a veces imagino como una actividad extractivista que busca solo producir algo con valor comercial en el mercado intelectual a través de la extracción de recursos de obras literarias—sino darme la oportunidad de revisar libros que no terminaran siendo artículos, ni parte del currículo de mis clases, ni tampoco me produjeran placer al leerlos. Entiendo la ironía del ejercicio puesto que al final estoy escribiendo esta columna. Si bien creo en el valor de lo improductivo—especialmente en nuestro mundo capitalista—me traiciono a mí misma porque me aterra pensar la lectura como un proceso individual que no supone ningún diálogo. Y creo que uno de los propósitos de Hablemos Escritoras es justo esto: hablar de escritoras para entender la historia de la literatura escrita en español y cómo se forman ciertos cánones estéticos, históricos o de figuras intelectuales.
En fin, no pensaba escribir sobre El curandero (Ediciones Botas, 1950) de Blanca Rosa Veyro (México, 1928) ni sobre Diez días en Yucatán (Ediciones Botas, 1941) de María Luisa Ocampo (México, 1905) porque, desde mi opinión, la primera no tiene una trama bien desarrollada ni argumento y la segunda es una novela epistolar que reproduce la mirada colonialista de la literatura indigenista. Además, María Luisa Ocampo es una dramaturga conocida y no me parece una figura tan invisibilizada como otras autoras que he encontrado. Sin embargo, lo improductivo de este proyecto es la motivación inicial y no escribir sobre estos textos me parece una salida fácil que además traiciona mi propia premisa: ¿qué pasa con el resto de los restos de un canon que está en construcción?
Como Verónica Ríos señala en su última entrada sobre la literatura especulativa y el trabajo de Emilia Macaya, a lo largo del siglo XX la literatura ha tenido una función nacional. En el caso de México, ésta cobró mayor importancia en la época postrevolucionaria y una de las formas en las que se usó la novela como instrumento para entender a la nación fue para hablar del “problema indígena”. La llamada novela indigenista ficcionaliza la relación entre el estado postrevolucionario, la élite y la población indígena en su mayoría campesina. Casi todas estas novelas como El indio (1935) de Gregorio López y Fuentes, Lola Casanova (1943) de Francisco Rojas González y Balún Canán (1957) de Rosario Castellanos revelan que la élite postrevolucionaria buscaba el desarrollo capitalista del territorio rural disfrazándolo de justicia social y progreso para el supuesto bienestar de la población indígena. A partir de los sesenta, críticos literarios como Antonio Cornejo Polar y Ángel Rama visibilizan lo que hoy nos parece obvio: la literatura indigenista reproduce aquello que critica puesto que el escritor(a)—mestizo y de la ciudad letrada—intenta denunciar desde un privilegio que no reconoce, una situación que le es completamente ajena y, en la mayoría de los casos, desde un paternalismo que no deja de señalar al indígena como un otro (siempre oprimido) que necesita ser salvado e incorporado al proyecto nacional.
Tanto la novela de Rosa Veyro como la de Ocampo reproducen esta fórmula. El curandero narra la historia de Mario Rivera, un “pobre campesino” y “fiel representante de la sangre indiolatina” que se va a la ciudad de México a estudiar medicina. Rápidamente, se convierte en el mejor cirujano de su clase, pero las estructuras raciales y de clase de la época postrevolucionaria le prohíben entrar en la llamada modernidad, en este caso, representada por el hecho de que no consigue trabajo en la urbe. Rivera es constantemente enviado a zonas rurales para efectuar campañas de vacunación o supervisar clínicas que no existen o no están equipadas para serlo. Las pocas veces en las que se desempeña como cirujano en un hospital es ninguneado y la novela termina con una acusación de supuesta negligencia médica que hace otro médico, rival suyo. Rivera es acusado de la muerte de un niño y abandona su profesión. En otras palabras, Rosa Veyro parece denunciar que “el problema indígena” no se resuelve simplemente con la educación y termina con un “otro” romantizado a través de la imagen del curandero: Mario Rivera renuncia a su título de médico y se piensa a sí mismo como alguien que tiene el talento de sanar a la gente del pueblo.
Diez días en Yucatán narra el viaje de Ocampo a la ciudad de Mérida y escribe una especie de carta de relación sobre todos los problemas y posibilidades de la región a finales de los años treinta. Ocampo no pierde oportunidad para hablar del “problema indígena” puesto que cree que en este está la clave para recuperar la economía de la zona. Aparecen en las cartas incontables frases como “es natural que los campesinos no sepan qué hacer con las tierras que se les conceden en una u otra forma. No están acostumbrados a pensar por sí mismos en lo que deben hacer” (25) o “Se gasta mucha literatura en hablar de conquistas y derechos, pero qué han obtenido estas mujeres que trabajan de sol a sol para conseguir un sustento miserable ¿Quién será capaz de redimirlas a pesar de ellas mismas?” (55). A diferencia de la novela de Rosa Veyro, en Diez días en Yucatán la respuesta sí está en la educación. Para Ocampo, el problema está en que los campesinos y mayas de la zona no conocen las nuevas leyes ni los supuestos beneficios de las cooperativas ni los de la expropiación de las tierras. Para la autora, el problema en Yucatán se resolverá cuando el estado invierta en maestros bilingües para educar al campesino porque solamente alguien que conozca la lengua y cultura maya podrá educarlos.
Ambos textos, terminan siendo ejemplos de cómo una ciudad letrada, mestiza y que escribe en español, reproduce las estructuras coloniales y opresivas de la nación. Antes de cerrar, quizá valga la pena mencionar que estos textos se distinguen de otras ficciones indigenistas. El curandero no es una novela sobre lo rural y su personaje ‘pertenece’ precisamente a la ciudad letrada; Mario Rivera tiene un título universitario. En el caso de Diez días en Yucatán no es una ficcionalización la que nos presenta Ocampo sino un testimonio de lo que ella experimenta en su viaje. Pareciera que estas escritoras tenían la voluntad de contar otra historia. Sin embargo, terminan por reproducir la mirada colonial de la corriente indigenista que sitúa al indígena como un otro al que hay que salvar incorporándolo al proyecto nacional, ya sea con educación o tierras.
Volvamos, entonces, a la pregunta de ¿qué hacer con estos libros? No lo sé. Quizá sirvan como advertencia de la complicidad entre la ciudad letrada y la nación hegemónica, como un aviso que me recuerda que yo misma sigo siendo participe de una historia literaria que no termina por reconocer la multiplicidad temática y lingüística de su territorio, que nosotros como lectores debemos tener presente que las escritoras estaban sujetas a pensamientos hegemónicos que de una u otra manera reproducían. Por eso cierro con una invitación a leer no literatura indigenista sino aquella escrita en lenguas originarias. Se me ocurre, por ejemplo, el trabajo de Sol Ceh Moo y especialmente su novela Chen tumeen chu’úpen / Sólo por ser mujer, o la poesía de Natalia Toledo, Judith Santopietro, Nadia López García —a quienes Adriana Pacheco entrevista en este podcast—, y por supuesto, el trabajo de Yásnaya Elena Aguilar sobre las mujeres indígenas —también entrevistada en Hablemos Escritoras—y sobretodo su libro Ää: Manifiestos sobre la diversidad lingüística. Hasta que la literatura escrita en lenguas originarias tenga el espacio que merece —más premios, ediciones, atención de la crítica, etc.— leer El curandero y Diez días en Yucatán es poco productivo.