Una de las preguntas que acecha a quienes intentan dilucidar la clave del Antropoceno podría formularse del siguiente modo: ¿qué significa volverse una fuerza geológica? ¿Qué efecto tiene en nuestras vidas sabernos agentes de cambios que alteran los estratos, las capas que dan cuenta de formaciones y superposiciones? Ese archivo cuyas sedimentaciones narran historias de cambios, procesos, flujos, de principios y de fines, de temporalidades inscriptas como jeroglíficos en las rocas. Es una roca, asimismo, lo que la protagonista de El animal sobre la piedra anhela para lograr su metamorfosis. Será éste su “sitio a partir de ahora“. Será la roca, como fuera para Abraham el territorio del potencial sacrificio, el principio, aquí, de una mutación entre especies. Allí se gestará un proceso lento pero aceptado: “Quiero subirme a una piedra de la playa, deseo quedarme allí hasta que me falte el agua. Voy. Me monto en la piedra porque es ya lo único que anhelo, me acomodo, entiendo que éste será mi sitio”. Aceptado no es una palabra gratuita. A lo largo del texto presenciamos una metamorfosis aceptada y acogida por la protagonista como un destino natural. Por eso, reflexiona: “Estoy aquí porque tengo el agua y la tierra reunidas. Puedo sumergirme en el mar cuando lo desee y pisar la tierra de vuelta. Necesito la procuración de los dos medios porque ya no sabré vivir de otra manera”.
A ese no saber vivir de otra manera la protagonista ofrece cero resistencia. Es el mundo que la rodea el que se resiste a ver en este proceso de mutación algo natural, un devenir. El texto da cuenta de un proceso en el que la palabra “devenir” no logra capturar el sufijo “endo” que caracteriza al gerundio, un tiempo que implica movimiento, un presente que se estira y prolonga: un deviniendo y siendo a la vez. La protagonista, en su devenir reptil, acepta el suceder que se le impone aunque, y esto es lo singular, sin violencia. A las estratificaciones que se inscriben en las pedregosidades donde nos asentamos y que moramos, se añaden, en el relato, las acumulaciones temporales que profesan su metamorfosis-devenir-ser/siendo. Así lo describe su “compañero”: “eres un animal prehistórico y estás viendo transcurrir el tiempo que nadie más ve”. El animal sobre la piedra es roca, acumulación, estrato, es historia; almacena historia, es testigo de la historia, la historia se inscribe en sus capas, en sus pliegues y cartílagos, en las formaciones que despuntan de su cuerpo y pautan la transformación. En este sentido, si el lenguaje ofrece resistencia a narrar una mutación inédita, la voluntad de aceptar fluye contraviniendo toda dificultad. Así, narra la voz: “Deseo, como cuando llegué, subirme a una piedra [...]Me acuesto bocabajo sobre una de las lajas. Estoy satisfecha, podría morir ahora, pienso”. Y luego: “Imagino que si voy a convertirme en un reptil, debo aparearme como reptil [...] La parálisis no me da miedo. Acepto, igualmente, esa nueva costumbre”.
Decir que la aceptación impresiona no es correcto. Lo que asombra es cómo el texto se apropia y exhibe aquello que Tarazona propone, en relación a la crisis planetaria, el imaginario escatológico, y nuevos mundos o mundos alternativos. Para Tarazona, lo “utópico sería guardar silencio. Dejar de escuchar. Hablar con señas o generar un nuevo lenguaje con otros que quieran también torcer los dedos y oír los chasquidos que haríamos con la boca”. Y eso es justamente lo que ocurre con la protagonista: habla un lenguaje irreconocible e inidentificable, porque es el lenguaje de una mutación entre especies, un continuum que comienza en lo humano pero culmina en lo nohumano. Por esto mismo, es un lenguaje por momentos impreciso ya que no existe, de hecho, un vocabulario que lo limite, reprima o reduzca. No se trata, entonces, de taxonomías; es, por el contrario, un deambular entre percepciones e impresiones para que la palabra, con su potencia, desestabilice nuestros sentidos.
Volvamos al imaginario utópico. Observa Tarazona que la imaginación sucedería en el silencio, en una soledad disfrutable: no “la que propician las presunciones de los influencers, sino la soledad escondida en el pecho de cada persona. No la soledad del like o el ‘me gusta’, sino la que ocurre sin que nadie más se dé cuenta. Si tuviéramos la voluntad de acercarnos a los demás desde nuestros verdaderos aspectos comunes podríamos, tal vez, volver a empezar. Pero para ese proyecto tendríamos que estar desnudos, sin filtros y en cuclillas sobre la arena de alguna playa en la orilla del mundo y en el fin de los tiempos. Entonces, podría haber un nuevo principio: empezaríamos a hablar y nuestras palabras tendrían otro significado o quizá recobrarían lo que, en verdad, querríamos haber dicho. La utopía no puede tener lugar a través del falseamiento de las emociones.”
Así se encuentra la voz protagonista de El animal sobre la piedra: desnuda, en cuclillas––no sobre la arena sino sobre las rocas, aunque en la playa––, y a punto de volver a empezar, como una nueva especie que nace de ese desprendimiento de la piel humana (la de los influencers y likes) y da lugar a otra: sin filtros, y en el precipicio de los tiempos, esos que se registran en los estratos de esas mismas rocosidades, cuyos fósiles transmiten otras historias, otras formas de vida, un tejido de materia orgánica e inorgánica, los sedimentos que la geología sabe leer, aún cuando seamos nosotros mismos quienes imprimimos en sus pliegues la fuerza de nuestras acciones vanas, diarias, y, en última instancia, nefastas.