Cuando Gabriela Cabezón Cámara evoca formas de concebir mundos alternativos para sortear y confrontar la crisis planetaria, sugiere sustraernos a la “máquina de tristeza e insatisfacción que nos consume mientras nosotros mismos consumimos y moldeamos nuestras vidas en una línea de montaje” que se enfoca en la “carrera”. Se pregunta, entonces, hacia dónde deberíamos correr, qué maratónico pretexto nos insta a embarcarnos en la voracidad rectilínea que nos empuja, como propulsores aéreos, hacia una nebulosa guiada por una sed de adquirir que pareciera no tener fin. Se pregunta, cómo llegamos a este punto, y, aún más importante, qué nos hace sentir más vivos.
Enfocada en lo potencial de lo viviente, nos invita a detenernos en la respiración pausada en un bosque como la manifestación de un acto singular, una intervención desafiante que en la tregua misma interrogue y cuestione esa linealidad teleológica que nos empuja hacia una meta final. Incomodar esa teleología del individuo que perpetua el aislamiento y la soledad. Como propuesta alternativa, sugiere trabajar en conjunto para crear algo distinto, algo que “nos haga vibrar y nos dé ganas de estar vivos”. Desde esta perspectiva, el Antropoceno no sólo es percibido como una fase estática sino prácticamente inerte. Un instante histórico en la masiva estratificación temporal que nos precede y nos sobrevivirá.
Proponer una fenomenología que nos invite a establecer conexiones relacionales entre humanos y no humanos, organismos vivos y desanimados significa abrir un espacio de conectividad y acople que incluya todas las manifestaciones vitales que se alojan en el planeta. En Las aventuras de la China Iron, Gabriela Cabezón Cámara reescribe el Martin Fierro, lo da vuelta, lo destroza para proponer, como lo hiciera ya Borges con “Biografía de Tadeo Cruz” y sobretodo “El fin”, otro desenlace. El texto opera como esas ranuras a través de las cuales visualizamos un espacio también alternativo y donde la misma idea de carrera, idea fundada y erigida en los pilares de “orden y progreso”, desarrollo económico y fundación nacional es, en particular, impugnada. Y con su impugnación, se intenta desestabilizar precisamente la noción misma de modernidad.
¿Cuántas utopías fundó la literatura latinoamericana? Fundar una utopía es algo que se retrotrae no sólo al texto —para algunos fundacional— de Thomas More (1516) sino a otros textos, incluyendo el Memorial de Remedios para las Indias, de Bartolomé de las Casas (también de 1516), quien redactó en esta petición una descripción detallada de un plan que estableciera comunidades indígenas y donde éstos puedan trabajar de manera libre, aunque dentro de un programa estructurado, en una suerte de cooperativismo con los “cristianos”.
La utopía literaria, para un crítico como Kenneth Roemer, se define como una descripción detallada de una comunidad, sociedad o mundo imaginario, una “ficción” que incentiva a los lectores a experimentar –a través de aquella– una cultura que representa una alternativa reglamentaria y normativa respecto a la propia y presente. Las utopías, en general, ofrecen una distribución espacial y social programática y a su vez homogénea dado que todos sus miembros trabajan por y para el bien común: esto es, el proyecto colectivo de una comunidad específica. Formular una utopía es, como su raíz etimológica lo demuestra, proponer un no lugar. Pero la función de la utopía no es materializar esa sociedad potencial sino proponer ––o mejor dicho proyectar––postales tangibles que, como intersticios en la fugacidad de las cosas, nos invite a ingresar en una dimensión diferente e incluso desconocida. Forzar nuestra imaginación y concebir modelos y arquetipos que difieran de nuestra forma de vivir en el presente.
La utopía como protesta, rebelión y reformulación, como proyecto y resistencia. La utopía de Las aventuras de la China Iron es una utopía plausible, en la medida en que nos abra los sentidos no tanto a una racionalidad lineal, sino a una fenomenología perceptual, en virtud de la cual podamos configurar nuevas maneras de ser y estar. Si hay algo que el Antropoceno exacerbó, estéticamente hablando, es la propensión a formular, crear, concebir e imaginar la potencialidad que descansa en lo aprehensible, y salirse de la carrera, como sugiere Cabezón Cámara, para sustraerse “de la máquina de tristeza e insatisfacción que nos consume” y desde la resistencia apostar a la potencialidad de lo impensable, e inimaginable.