A veces, visitando a mi mamá, me topo con mis muñecas y las de mi hermana que se quedaron viviendo en nuestra casa. Buscando alguna cosa, revuelvo un cajón o abro la puerta de un ropero o levanto la tapa de un baúl y, sorpresivamente, aparece una u otra: Pamela con el pelo tijereteado por el pulso cruel de una vecinita envidiosa; Sabrina con los brazos y las piernas tiesos como una cuadripléjica; la Flaca con un pie mutilado en un accidente nocturno y lejanísimo; Sebastián, que sigue siendo un bebé aunque tenemos la misma edad; la cabeza del Panzón, la única parte de su cuerpo que ha sobrevivido y que me mira con los ojos despintados, las órbitas casi vacías, desde el fondo mismo de la oscuridad. No están juntas. Desperdigadas por las habitaciones de la casa, parecen fantasmas materiales de las nenas que fuimos. Cuando me tropiezo con alguna, hago lo mismo que cuando me cruzo con alguien del pasado que prefiero permanezca allí para siempre: bajo la vista o miro para otro lado como repentinamente interesada por quién sabe qué cosa. Sin embargo, a ellas les dedico este libro. Seguramente, si volviésemos a ser las que fuimos, juntas mataríamos a todas las Barbies y a todas las vendedoras de tupper de este mundo.