Unos espacios existen, otros los creamos; unos nos obligan a ceñirnos a sus límites y reglas, a otros los moldeamos, los excedemos, los adecuamos a nosotros, a nuestra esencia. Los espacios son abiertos o cerrados, como una plaza o una carta, una banqueta o un coche; hay los intermedios, como el balcón o como un edificio en obra negra. El habitante nos muestra cómo nos apropiamos, vivimos, extrañamos, recordamos, añoramos los espacios y las cosas. Habitamos y deshabitamos con los recuerdos, con la memoria, con el olvido, con la ausencia. Carmen Villoro, con fragmentos poéticos sobre lo que nos rodea, sobre lo que nos pertenece y a lo que pertenecemos, nos lleva por los caminos de lo cotidiano, pero con una luz que permite observar con detenimiento, sorpresa o nostalgia eso que habitamos y que nos habita; los espacios del inconsciente y los espacios que recorremos de manera casi automática a diario. El habitante, con sus textos y las fotografías de José Luis Sánchez, nos recuerda ese ejercicio del ensayo: divagar en las ideas, observar con humor, tomar la ensoñación, voltear a la infancia, rememorar el amor, revivir las sensaciones y reflexionar sobre los hábitos.