Sé fiel a ti mismo, dice Polonio a su hijo Laertes. dictum central en Hamlet que destaca la importancia de la autenticidad. Quizá este libro de Gisela Heffes se pregunte no solo si es posible ser fiel o auténtico a uno mismo a través de las distintas circunstancias a las que nos somete el tiempo, sino a través de los espacios.
Aquí no hubo una estrella es un libro hermoso y osado que reúne un conjunto de piezas de diferentes géneros (cuento, poesía, ensayo, hilvanadas por aforismos) que son voces des-plazadas, voces que no van a ninguna parte, voces que empiezan a dudar del tiempo, de su propia existencia y que al deshacerse nos hacen dudar también del lenguaje y de sus posibilidades comunicativas y por qué no, de nuestra propia existencia.
El libro inicia con una escena de tensión, casi un thriller de aeropuerto y termina con un monólogo catártico de Jacinta. Esa escena inaugural en el aeropuerto me recordó a lo que dice un personaje del escritor mexicano Jorge Fabricio Hernández en su novela La emperatriz de Lavapiés: “Hay hombres que se acercan al mostrador de una aerolínea con la secreta convicción de que van a morir. Quizá porque viajar es morirse un poco. Uno viaja con lo que pueda llevar en la memoria y lo demás se queda suspendido en los recuerdos como un exceso de paisaje”. Esas frases podrían servir de epígrafe a este libro. Un viaje, un traslado físico en el inicio del libro y un viaje verbal y alucinado en el cierre; el resto de las piezas que componen Aquí no hubo ni una estrella oscilan entre la realidad y la ficción, entre lo factual y verdadero de ciudades como Buenos Aires o Cuba hasta otras patrias imaginarias, como las que todos los inmigrantes llevamos con nosotros; hay paisajes, ciudades o patrias que son fruto del miedo, del deseo, del recuerdo y del olvido, ciudades como las de Calvino, cada una de ellas con sus reglas absurdas y sus perspectivas engañosas que se sostienen mediante hilos delicadísimos que tejen la cartografía de la utopía interior de quien las enuncia.
Pero las perspectivas sobre una misma ciudad se multiplican, Así, “El sueño de Ramona Montiel”, personaje del pintor argentino Antonio Berni, cuenta una parte de Buenos Aires diferente de aquella que ven la narradora argentina y su hija estadounidense, quizá porque cada ciudad y cada mirada sobre ella representa diferentes culturas, filosofías, y maneras de vida, simbolizando la rica diversidad de la experiencia humana.
A veces el libro nos ofrece una perspectiva aérea y no vemos más que techos (techos huracanados, despliegues de luz, intermitencias, nos dice uno de los poemas que contiene el libro) O una perspectiva interior, como en todos mis ayeres, donde Delmira, su protagonista es una mujer joven y vieja a la vez en su interior.
Puedo seguir enumerando las pequeñas peripecias que narra cada uno de estos capítulos pero no podré desglosar este libro con una trama, sino más bien hay que decir de él que es un archivo de voces que se encienden, brillan y se desvanecen como se apagan las estrellas al extinguirse, dejando agujeros negros que niegan la materia y convocan toda la nostalgia de la luz. Quizá cuando leemos su última página: “Hay un árbol. Es el mismo árbol. Siempre” nos haga regresar al título y leerlo ya interrogativamente: ¿Será verdad que aquí no hubo ni una luz?