El fin de semana pasado vi Home (2018), el corto de la japonesa-americana Kyoko Takenaka, y me dejó pensando. Es un documental de tan solo 11 minutos, en el que con gran maestría ella entreteje una multitud de recursos audiovisuales y presenta una perspectiva muy clara e íntima de lo que significa crecer y ser una mujer de ascendencia asiática en los Estados Unidos de hoy. El corto me recordó que, detrás de cada noticia de abuso contra la población asiático-americana, hay una vida, afectos y reflexión. Me dejó pensando porque esas muestras de racismo no me son ajenas. América Latina tampoco le ha abierto los brazos y el corazón a la diáspora asiática.
La inseguridad que despierta esta otredad considerada amenazante está ligada actualmente con los forcejeos económicos internacionales y, por supuesto, las ganas de echarle la culpa a otros en esta pandemia. Asimismo, más allá de estos factores inmediatos, siempre resulta más fácil ensalzar y romantizar las civilizaciones y culturas antiguas –justamente porque ya no volverán- que lidiar con las complejidades de la convivencia.
Con respecto a esas nostalgias objetivizantes, mucho se ha discutido y se seguirá discutiendo sobre el exotismo y el orientalismo según Edward Said, ni qué decir sobre cómo “lo asiático” moldeó el arte y la literatura desde fines del siglo XIX. Pienso en Paul Gauguin y las mujeres tahitianas de sus pinturas, por ejemplo. En esa misma dirección crítica, las relecturas de movimientos y autores en función de cómo se comprende su tratamiento de Oriente cobran fuerza en esta esfera. Pienso en el modernismo, pero también en Borges. Además, han surgido en las últimas décadas estudios de carácter transpacífico que, entre otros, analizan la diáspora asiática y problematizan esas relaciones Este-Oeste. Asimismo, las investigaciones con una perspectiva crítica de “raza” están permitiendo relecturas de textos canónicos y se han publicado trabajos muy interesantes sobre la imagen de la comunidad japonesa o china, por ejemplo, en determinada literatura nacional. Los trabajos del académico Ignacio López-Calvo son excelentes ejemplos. Por otra parte, acá, en nuestro podcast, hemos sido testigos del talento de escritoras como Cristina Rascón, cuyas traducciones del japonés al español, su poesía y sus haikus evidencian la grandeza y la fertilidad de la condición liminal en el paso de oriente a occidente y viceversa.
Ahora bien, lo que más me impresionó de Home fue su voz, ella ante el lente. Y, al querer establecer comparaciones literarias latinoamericanas, me vinieron a la mente los nombres de los escritores Fernando Iwasaki, José Watanabe y, más recientemente, Siu Kam Wen. Todos ellos de ascendencia japonesa y peruanos. Y la pregunta que saltó fue ¿Y en el resto del continente? ¿Y las mujeres? Mi curiosidad me llevó a una de esas búsquedas en Internet que se convierten en miles de pestañas abiertas y a darme cuenta del creciente interés por la literatura escrita por descendientes asiáticos en América Latina.
En particular, al buscar autoras, di con cuatro nombres: la chino-mexicana Selfa Chew; la chino-peruana Julia Wong Kcomt, quien participó en la lectura de poesía “No Ocean Between Us” organizada el Museo de San Antonio, Texas, este pasado 14 de abril; Doris Moromisato y Sui Yun, estas últimas japonesas-peruanas. El único problema, como siempre, es la limitada circulación de los textos de estas autoras. Dicho esto, apunto en mi listita de posibles imposibles Las mudas garzas (2007) de Selfa Chew, Lectura de manos en Lisboa (2012) de Julia Wong Kcomt, Paisaje terrestre (2007) de Doris Moromisato y Sueños de otorongo (2004) de Sui Yun.
Aunque dudo que Kyoto Takenaka se llegue a enterar, ¡muchas gracias haber encendido la chispita de la inquietud!